
El escritor Victor Hugo una vez aseveró que «La pena de muerte es signo peculiar de la barbarie». Al parecer, la barbarie está de moda en Estados Unidos.
Ayer, el gobernador de Idaho, Brad Little, firmó una ley que convierte a Idaho en el único estado de EE. UU. donde el fusilamiento es el método preferido de ejecución para los condenados a muerte, a partir del próximo año. Esta decisión se tomó apenas unos días después de que Brad Sigmon, de 67 años, fuera ejecutado en Carolina del Sur mediante fusilamiento por el asesinato de los padres de su exnovia en 2001. Fue la primera vez en 15 años que este método se utilizó en el país. La ejecución duró menos de tres minutos y estuvo a cargo de tres empleados voluntarios de la prisión.
Idaho tiene actualmente a nueve personas en el corredor de la muerte, aunque no se ha llevado a cabo una ejecución en más de doce años. El año pasado, el intento de ejecutar a Thomas Eugene Creech falló tras una hora de intentos fallidos por establecer una vía intravenosa para la inyección letal. Esto evidenció los problemas inherentes a este método y alimentó los argumentos a favor del fusilamiento. El nuevo proyecto de ley, respaldado por más de dos tercios del legislativo controlado por republicanos, mantiene la inyección letal como opción secundaria.
Quienes apoyan esta medida argumentan que el fusilamiento es una opción más "humana" ante los problemas logísticos y éticos de la inyección letal. Sin embargo, ¿puede considerarse humano un método que emana de la violencia y la brutalidad? La respuesta, desde la ética y los derechos humanos, es un rotundo no.
La historia y la filosofía penal han demostrado que la pena de muerte es una práctica retrógrada. Filósofos como Cesare Beccaria, en el siglo XVIII, se opusieron fervientemente a ella. Beccaria sostenía que la ley no debe ser un instrumento de venganza, sino un medio para restaurar el orden social y prevenir futuras transgresiones. La pena de muerte, decía, es una guerra de la sociedad contra uno de sus miembros, una medida desproporcionada que no resuelve el problema de fondo: la prevención del delito y la rehabilitación del delincuente.
Además, la pena de muerte está plagada de errores judiciales. En Estados Unidos, diversos estudios han revelado que una parte significativa de los condenados podrían ser inocentes. Las comunidades afroamericanas y latinas han sido desproporcionadamente afectadas, víctimas de un sistema legal con sesgos históricos y raciales.
La pena capital tampoco ha demostrado ser un método disuasorio eficaz. Quienes cometen delitos graves rara vez lo hacen calculando las consecuencias legales. La idea de que penas más severas evitarán el crimen es una ilusión. El verdadero camino hacia una sociedad más segura es a través de la educación, la prevención y la justicia social.
El regreso al fusilamiento en Idaho y su reciente aplicación en Carolina del Sur son síntomas de una regresión preocupante. No se trata de una cuestión de métodos más o menos "eficaces" o "humanos". Se trata de reconocer que la pena de muerte es, en sí misma, una forma de barbarie incompatible con los valores de una sociedad civilizada. Mientras sigamos abrazando estas prácticas, estaremos más cerca del medioevo que de un verdadero estado de derecho y justicia.
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